Empieza a leer «Hasta ya no ir» de Beatriz García-Huidobro

28/07/25

Entre los cerros de la cordillera de la Costa están las tierras de mi padre. Me da risa que se llame así. Yo nunca vi el mar desde ahí. Mi hermana Ester lo conoce. Llega diciendo que hasta la tierra huele distinto y que desde lejos se siente el ruido de las olas. A cada uno nos da una concha y nos enseña a oír el mar. Es un sonido ronco y lejano, tan lejano que a veces se apaga. Yo le paso la lengua. Está salada y algo hedionda. Me gusta, quiero conocer el mar.

Acá el paisaje es inmenso. Es una avalancha el cielo sobre los cerros, ondea en el viento con todas las gamas del gris. Envuelve la curva de esta tierra apenas manchada de verde y siempre cubierta de polvo pardo y seco.

En el interior de la casa, el aire es quieto. Tonos neutros en las paredes, sepia en los rostros. Los trajes son oscuros. O se ponen oscuros. Yo tengo el vestido entero blanco. Me dejan usarlo durante las procesiones y las novenas. Al terminar el día ya está apagado su color por el polvo suspendido. Yo espero un día de sol. Llevo mi ropa al estero y la refriego contra las piedras. La cuelgo de una rama. Me quedo horas atajando ese viento inmundo que a todo se le adhiere.

Hecha un burujo, me la meto bajo la falda y camino de vuelta sonriéndole al viento incansable.

Bajo mi cama guardan unos azafates. Más atrás de ellos queda mi vestido. Esperando, esperando.

Casi nunca hay fi estas. Las familias están lejos unas de otras. Y el pueblo mucho más. Los funerales son el evento más importante, salvo cuando caen las lluvias y se cortan los accesos. Mi madre va siempre a despedir a los muertos. Se saca el delantal y se cubre los hombros con una manta. Camina horas por los tediosos senderos cubiertos de polvo. A veces me hacen acompañarla. Nuestra marcha es silenciosa. Algo llevamos en unos canastos. Ella no sabe extender sus manos si están vacías. A mí me aburren los velorios. Las sillas no alcanzan y me quedo de pie. Oigo la retahíla de palabras y oraciones. Me las sé de memoria, pero no abro mi boca.

Cuando muere mi madre tampoco hablo. Mis hermanas ya tienen ropa negra por ser mayores. Me quieren obligar a usar un vestido que era de ella. Lloro y grito. Amelia cede y me presta su falda y su blusa y se pone ese vestido negro que yo no quiero.

La cara me queda congestionada. Estoy pálida. Yo sé que tengo el rostro más blanco que nunca. Y si me vieran la piel del cuerpo, sabrían que la sangre apenas se arrastra en mi interior. Me cuesta avanzar detrás de los hombres que cargan el cajón. Alguien me afirma y puedo seguir. Algunas viejas me miran y comentan con lástima de mí. No saben que no es pena lo que me tiene abatida. Es el miedo.

Mi madre lleva días con un dolor en el vientre. No descansa. Se contrae a ratos y sigue. Cada vez está más encorvada sobre sus labores. Yo no quiero quedarme sola con ella. Nunca sé qué decirle y menos ahora. Pero me ha pedido que prepare la masa y me quedo. Ella habla sin esperar respuesta. Me recita cómo debo hacer las cosas para ser después una buena esposa. No respondo, porque no me atrevo a decirle que he decidido no ser esposa. Me va a decir que qué haré en cambio y no voy a tener contestación posible. La escuela se arrastra apenas hasta el sexto año y yo no soy buena estudiando.

Estoy envolviendo la masa cuando siento el ruido sordo de su caída. Se quiebra con un grito profundo y ronco y se queda sobre el suelo de tierra. Está inerte. La miro. Sé que algo debo hacer. Trato de levantarla y no puedo. Mis hermanos están en la siega. Mis hermanas se han ido a llevarles el almuerzo a los hombres y no volverán antes de una hora. Aun eso es poco probable. Las dos tienen novio y se desvían al regresar y se entretienen entre los matorrales. Se llevaron los caballos en la mañana. Si le aviso a la tía Berta, seguro que se pone a gritonearme. Y va a correr quizás dónde diciendo cosas feas de mí. Me van a echar la culpa y yo no tengo la culpa de que se haya caído al suelo. Falta poco para que sea la hora de irme a la escuela. No pienso más. Nadie va a saber que la vi desplomarse. Los demás sabrán hacer lo correcto. Tomo mis cuadernos y corro hasta el camino. Sé que voy gritando, pero no hay nadie que pueda oír este alarido sin palabras.

 

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