Empieza a leer «La segunda lengua materna» de Flor Canosa

18/10/23

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Capítulo 1

La orquídea de Darwin

Cuando leí mis primeros textos sobre Darwin1 y la evolución, encontré un factor «misterioso» o «mágico» en su teoría. Había algo que era un mero pronóstico o una expresión de deseo, cuasi poesía. Así funcionan ciertas ramas de la ciencia, creo yo. Donde muchos observan dureza y rugosidad, yo adivino una superficie blanda, algo acariciable.
Lars tendría mucho para acotar al respecto; llevaría sus análisis a cualquier área y desmenuzaría entre los labios un montón de ideas que me dejarían fascinada, esperando que se calle y me vuelva a coger. Johan, por su parte, podría relacionarlo con alguna rama del arte, con las variaciones Goldberg, con la música de Nick Cave2 o con el cine de Kurosawa3. Y, como ya me habría cogido, lo haría por segunda o tercera vez.
Darwin me provocaba la sensación de que no se puede saber cómo será el comportamiento de las cosas, apenas adivinar. Sé que va en contra de toda mi formación y de los principios que el Instituto Nacional de Tecnología Implantológica utilizó para contratarme para la tarea. Yo debía predecir el futuro, leerlo como si fuera inequívoco, no adaptarlo a mi deseo.
Me resultaba inevitable proyectar. Siempre interpreté mi vida como el primer borrador de una historia. La coyuntura del país, un plan diseñado desde las bases, me daba el marco perfecto para creer que todo lo que habitaba en mi mente era la proyección de algo más. Con una dosis de inocencia que ahora me resulta conmovedora e irritante, no lograba ver cuáles eran realmente esas «proyecciones» y las atribuía a la política local; si Argentina había logrado salir del fondo de la grieta donde los gobiernos proliberales arrojaron a su pueblo, mi propia historia podía tener esperanza de un destino de grandeza similar. Es difícil reconocer algo del orden de la utopía cuando nos encontramos inmiscuidos en ella. No es que Argentina fuera perfecta, pero funcionaba con un nivel de incomodidad aceptable. Una parte de sus jóvenes no escapaban de las formas de rebeldía ni de la depresión de cierto hastío que no deja espacio para la plenitud, pero eso era prácticamente una cuestión de estadística. Mi visión de juventud era más cándida y me abrazaba a la idea de que el mundo era mío y el futuro me deparaba cualquier cosa que desease. De alguna forma, no estaba tan errada en mi fantasía. Lo que cambió con el tiempo fue el deseo.
Mi infancia no merece una particular mención. En las cercanías de un minúsculo poblado llamado Winifreda4, en la provincia de La Pampa, aterrizaron mis padres unos meses antes de mi nacimiento. Cuando durante el vuelo que los arrancó de la tierra yerma, mi madre y mi padre recibieron fotos de La Pampa en su implante, Helga le susurró a Klaus una sola palabra: «Potemkin».
Él enseguida comprendió.
Para dos alemanes de la segunda mitad del siglo XXI escapando de los horrores de la posguerra, el neopopulismo sudamericano sonaba a bananas y cartón pintado. Helga y Klaus conocían la antiquísima leyenda de los pueblos que el mariscal Potemkin5 había inventado en la península de Crimea6 para deleite de la zarina Catalina II7. Esos pueblos, sumidos en la miseria, eran ocultados tras bastidores escenográficos, fachadas pictóricas. A cierta distancia —que se guardaba por aparentes motivos de «seguridad» de la zarina—, el pueblo tenía un aspecto idílico e impecable. La puesta en escena estaba tan bien dirigida que, durante la visita de la zarina, fueron varios los poblados que divisaron lejanamente, aunque en realidad siempre se trataba del mismo. Un equipo de ayudantes desmontaba el pueblo y lo emplazaba más adelante, como en una cinta de Moebius8. La zarina creía que la recientemente conquistada Crimea sería próspera y feliz; una promesa estampada en letras de molde, antigüedad mediática con sabor a historia reciente.
Helga sospechaba que La Pampa argentina era una trampa semejante; ella y Klaus presentían que esos pueblos pampeanos no eran más que campos de concentración ocultos tras telones de colores brillantes. La suerte estaba echada y yo empezaba a dividir mis células en el interior del vientre de Helga.
No era cartón pintado. Era real. Funcionaba mejor que Berlín y, aunque el paisaje estaba coronado por kilómetros de chatura, los colores de las fotografías no mentían. Allí me parieron y fui llamada Hana Schmidt. Soy argentino-alemana nacida y criada en la «pampa bávara», tal como designan en broma a la zona de unos dos mil kilómetros cuadrados de la provincia de La Pampa que el Gobierno estableció como domicilio de los antiguos inmigrantes, como mis padres.
En esa tierra fértil, en esa pampa húmeda, todo era posible. Cuando una sociedad funciona automáticamente, nada más queda que se descompongan sus integrantes, circuitos defectuosos, sulfatados, de una máquina perfecta.
Aunque mi trabajo consistiese en poner a prueba no la evolución de una máquina, como solía realizarse con el test de Turing9, sino la adaptabilidad del humano a la tecnología, no podía dejar de pensar en Darwin y su teoría y tampoco dejar de fantasear con la idea de que ese hombre se basó en conjeturas bobas: esperar, desear, soñar, anhelar. Sonaba a frases de gurú.
En mi defensa, mi fantasía de anhelo tenía un sustento en la historia de la ciencia, pues cuenta que Darwin conoció una flor de manos del horticultor James Bateman10. Se trataba de la orquídea Angraecum sesquipedale. La observó con detenimiento y realizó una predicción; no una teoría ni una demostración científica, nada que fuese asible, sino algo del terreno del esoterismo: un pronóstico, un vaticinio, un presagio.
La orquídea —que lleva el apellido sesquipedale, que significa «un pie y medio» en latín— se destaca por su largo espolón, que puede llegar a medir, desde su extremo al labio de la flor, entre veinte a treinta y cinco centímetros. En la base del espolón hay un néctar de perfume oloroso y penetrante
que exuda durante las noches. Darwin observó la flor y pensó que la naturaleza tenía un plan. La naturaleza no es un dios caprichoso que vuelca creaciones al mundo porque sí. La naturaleza no es un decorador con tiempo libre y dudoso buen gusto. No. Si la flor abre sus piernas, apetitosa, se perfuma, emana, invita, es porque tiene que haber algo, alguien, a quien está convocando; una entidad que quizá todavía no hubiese nacido al conocimiento humano o no estuviera lista para revelarse en público como partenaire de su contraparte. Tal vez la flor existía hoy (en ese hoy del relato) para brindarse más tarde. Quizá no estaba en condiciones de ser penetrada por la entidad para la cual fue creada. Estas últimas consideraciones son mis licencias poéticas; ya sabemos que la flor no puede existir sin reproducirse y no puede reproducirse sin un portador de polen. Por ende, la entidad existía a pesar de la ignorancia humana.

 


1 Charles Robert Darwin fue un naturalista inglés, reconocido por ser el científico más influyente de la evolución biológica a través de la selección natural, justificándola en su obra El origen de las especies (1859), cuyo título original es Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

2 Nicholas Edward Cave, más conocido como Nick Cave, fue un músico, escritor y actor australiano. Su fama se debe a la creación del grupo Nick Cave and The Bad Seeds en 1983. Se caracterizó por una mezcla heterogénea de influencias y estilos musicales.

3 Akira Kurosawa fue uno de los más célebres directores de cine japonés. La leyenda del gran yudo (Sugata sanshirô) fue su ópera prima y su filmografía consta de 30 películas, rodadas a lo largo de cinco décadas, que incluyen grandes títulos como Rashōmon, Los siete samuráis (Shichinin no samurai), Dersu Uzala y Ran.

4 Winifreda es una localidad y municipio de Argentina, que se encuentra en la provincia de La Pampa, en el departamento de Conhelo. Su zona rural se extiende también sobre los departamentos de Toay y Capital. Fue fundada el 3 de abril de 1915 por José Norman Drysdale y David Lerman. El origen de su nombre es derivado de Winifred, nombre de una hija de José Drysdale. La superficie total del ejido es de 1700 kilómetros cuadrados y se puede acceder por la ruta nacional número 35 y la ruta provincial número 10.

5 Grigori Aleksándrovich Potemkin fue un político y mariscal de campo ruso. Fue ascendido a general en la primera guerra contra Turquía. Nacido en una familia de terratenientes nobles, atrajo el favor de Catalina al ayudarla en su golpe de 1762; después se distinguió como comandante militar en la guerra ruso-turca (1768-1774) y se convirtió en el amante de Catalina, el favorito y posiblemente su consorte.

6 La península de Crimea fue conquistada por el Imperio ruso en 1774, en la guerra turco-rusa y la incorporó al kanato de Crimea, para ser integrada en el Imperio en 1783. Se trata de una península del este de Europa, ubicada en la costa septentrional del mar Negro.

7 Catalina II de Rusia, llamada Catalina la Grande, fue una princesa alemana de la dinastía Anhalt-Zerbst, enviada por su familia a Rusia para casarse con el gran duque Pedro, nieto del zar Pedro I de Rusia. Fue emperatriz de Rusia durante treinta y cuatro años. Recogió el legado de Pedro I de Rusia, anexando territorios y fundando ciudades.

8 La cinta o banda de Möbius o Moebius es una superficie con una sola cara y un solo borde. Tiene la propiedad matemática de ser un objeto no orientable. Es una superficie reglada, descubierta de forma independiente por los matemáticos alemanes August Ferdinand Möbius y Johann Benedict Listing en 1858.

9 Con la prueba de Turing o test de Turing, se examina la capacidad de una máquina para demostrar un comportamiento inteligente similar al de un ser humano o indistinguible
de este.

10 James Bateman (1811-1897) fue un recolector y estudioso de las orquídeas inglés, presidente de la sociedad de campo North Staffordshire, y sirvió en el Comité de Exploración Botánica de la Real Sociedad de Horticultura. Escribió tres libros sobre orquídeas. Creó los famosos jardines de Biddulph, con la ayuda de su amigo y pintor de paisajes marinos Edward William Cooke.

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