Empieza a leer «Palenque» de Maielis González
28/07/25
Capítulo 1. El ingenio
Escribo porque es esta la única forma de que el tiempo no nos devore. Ya otras veces el tiempo pasó su lengua áspera sobre historias insignificantes y mayúsculas; las lamió hasta disolver entre sus babas culturas enteras, gestos valerosos, revueltas fracasadas, mártires nacidos de las entrañas de pueblos humildes, actos viles, vestigios de osarios ingentes... el llanto inconsolable de mil madres. Todo desapareció dentro de la boca desdentada del tiempo. Y, aunque en la ciénaga este parezca transcurrir de un modo distinto –más pausado, más permisivo, más benévolo–, tampoco tardará en diluirnos en su saliva.
En esta ocasión, tampoco nos va a perdonar. Arrasará con este paréntesis de calma en la violenta historia de nuestra raza. Por eso escribo. Es mi deber hacerlo. Si no soy yo, ¿quién podría? Soy la única de entre nosotros que sabe juntar letras. Sin embargo, debo hacerlo a escondidas pues, si en el Palenque se enteraran de que acometo estas prácticas blancas…, no sé cuál sería la represalia. ¿Se atreverían a expulsarme? ¿Me entregarían a las fauces de los pantanos? Su fango parece que reclama cuerpos como abono para sus viscosidades. ¿Serían capaces? Durante todo este tiempo, los cimarrones se han encargado de dejarme claro que no soy una de ellos; que soy distinta, una blanca disfrazada de negra, por más oscura que sea mi piel.
Sin embargo, aquí estoy. Abrazo el pasado legendario de mis ancestros, aunque la caricia no sea correspondida. Debo escribir la historia del Palenque porque es la única forma de sobrevivir a su muerte, que puede sobrevenir en cualquier momento y bajo múltiples formas; así que abriré con la punta de esta pluma una fisura en la memoria de la Isla y enquistaré allí nuestro relato, mi relato, por más que me lo quieran arrebatar.
A mí me enseñó a escribir la señora Jacinta. Si supieran que la llamo «señora», seguro que más de uno enfurecería. A menudo atisbo el monstruoso tamaño del odio de los de aquí; un odio que se justifica, pero que también asusta. Sin embargo, tomando todos los riesgos, tengo que decir que no todos los amos son sádicos; algunos llegan hasta a querer a sus esclavos, aunque para ellos nunca dejamos de ser eso: esclavos. Mi señora, por ejemplo, me quiso mucho: a su pálida y egoísta manera, pero me quiso. Fue quien primero me puso un libro ante los ojos y un lápiz entre mis dedos; unos dedos torpes para aquel entonces; también la que me enseñó a contar y me descubrió el maravilloso misterio que esconden los números.
Solo ahora que he tenido tiempo para pensar en las relaciones que establecemos los esclavos con nuestros amos, los negros con los blancos, así como con los mestizos, los libertos o los negros bozales; solo ahora que ya no pertenezco a nadie, únicamente a mí misma, puedo mirar al pasado y darme cuenta de muchas cosas: que la señora Jacinta se ocupó tanto de mí porque me usó como reemplazo para su niño. A veces podía percibir un extraño brillo al fondo de sus ojos y una expresión que solo hoy puedo descifrar: la señora le preguntaba a su dios blanco por qué no había tomado mi vida en lugar de la de su hijo. Pero, ante la falta de respuestas, continuaba cuidándome como si fuera una de ellos.