Empieza a leer «Una historia de la soledad» de Sabine Melchior-Bonnet
04/07/25
Capítulo primero
Una solidaridad orgánica
Nuestros ancestros lejanos no conocían más que la vida en comunidad. La Francia medieval es una sociedad rural que se rige por un sistema de dependencias, jerarquías y conformidades, y en la cual la soledad aparece como una disfunción. Hasta el siglo xvi, el territorio está dividido entre poderosos linajes feudales, cuyo soberano es el rey; linajes que gobiernan sobre un conjunto de feudos más o menos ricos, según su extensión.
El vasallo rinde homenaje al señor y le proporciona tropas para defender su territorio, a cambio de lo cual puede ennoblecerse y recibir tierras. El campesino, siervo o libre, cultiva las tierras del señor y tiene asegurada la protección de este. La tierra que ve nacer a esos hombres, que los nutre, que ellos explotan y que los enriquece, retiene y une a sus habitantes. Solo una persona apestada, loca o infame puede vivir en soledad.
En diferente medida, todos, o casi todos (desde los habitantes del pueblo hasta los del castillo), experimentan un sentimiento de pertenencia a una comunidad natural, según una relación vertical, casi orgánica, organizada con base en prestaciones, deberes y derechos. La hospitalidad, que ya existía en la Antigüedad como obligación moral, y que constituye un factor necesario para las buenas relaciones sociales, forma parte de los deberes de asistencia mutua, al igual que el «don»; así, los monasterios cristianos de la Edad Media y los hospitales abren sus puertas a los excluidos. Pero las expediciones militares, los saqueos efectuados por bandas armadas y las plagas siguen perturbando la vida cotidiana. En medio de esa inseguridad permanente, vivir solo es prácticamente imposible.
El régimen feudal sobrevive durante varios siglos, no sin complicaciones. El creciente poder real lo va cercenando poco a poco. Al principio débil y distante, la figura del rey acaba consolidándose a expensas de los grandes señores feudales, imponiendo su legislación y sus impuestos, pero sin conseguir abolir por completo las antiguas costumbres. Crear una moneda constituye el primer paso de ese afianzamiento.
El pequeño señor, que antes prestaba juramento a un gran señor, va convirtiéndose en súbdito de la Corona; el rey está lejos, pero cuenta con numerosos oficiales y órganos intermediarios que representan su autoridad y su reino: «Antes de Richelieu, el rey pide lealtad; después exigirá sumisión» Durante el siglo xvii, el Estado moderno se va construyendo sobre las ruinas o la decadencia de las fidelidades que sustentaban a los antiguos linajes.
«La solidaridad de la sangre»
Frente a las desdichas que trae consigo la soledad, la familia aristocrática patriarcal debe su solidez a los principios de la herencia y la primogenitura, es decir, al respeto por los lazos de sangre y a la superioridad del hermano mayor: mantener a lo largo de los siglos el apellido y la cohesión conlleva ese precio. Como recuerda Marc Bloch en su famosa obra La sociedad feudal, la primera forma de solidaridad feudal fue la venganza, ya que el cálculo del parentesco servía, ante todo, para exigir el apoyo de un pariente afecto.
La memoria genealógica, al servicio de la interdependencia, fortalece el linaje: «Todo el mundo siente a su alrededor la presencia fraternal de sus antepasados y sus descendientes». Las primeras genealogías se remontan al siglo x: un monasterio suizo inaugura el uso de esos índices para poder ofrecer oraciones a los antepasados difuntos. A partir de 1150 son redactadas por clérigos que, al fijar así la memoria de los muertos, los enraízan a la tierra; las genealogías se representan gráficamente mediante una serie de círculos que se conectan y se extienden, formando ejes que simbolizan el paso de las generaciones. Hasta finales de la Edad Media no se adoptan entre la aristocracia y, a partir de ese momento, la moda se consolida; la imagen del árbol y sus ramas se asocia entonces a la genealogía y alcanza una difusión aún mayor en la época de la imprenta.
La aspiración constante de las familias nobles es la de incrementar su patrimonio por medio de buenas alianzas. Los padres decretan los matrimonios y pueden obligar a sus hijos e hijas a casarse, a separarse e, incluso, en el caso de los varones, a batirse en duelo para proteger el patrimonio y evitar que el linaje lo pierda. Todas las actividades (el adiestramiento en las armas, los ejercicios de piedad, la caza, las expediciones o las actividades de ocio) se practican en grupo. En cuanto a las mujeres, viven en el lugar más aislado dentro del espacio doméstico, en el aposento de las damas, en compañía de sus sirvientas; el gineceo se encuentra bajo el mando de la castellana.