Empieza a leer «Una temporada en el infierno | Las Iluminaciones» de Arthur Rimbaud

15/01/24

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Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían, donde todos los vinos discurrían.
Una noche, senté a la Belleza en mi regazo. La encontré amarga, y la maldije.
Me armé contra la justicia.
Y me fui. Oh, brujas; oh, miseria; oh, inquina: ¡a vosotras confié mi tesoro!
Conseguí eliminar de mi alma cualquier rastro de esperanza humana. Sobre cualquier dicha, para estrangularla, emprendí el sigiloso salto de la bestia feroz.
Convoqué a los verdugos para morder la culata de sus fusiles mientras moría. Invoqué a las plagas para que ahogasen, con su arena, mi sangre. El infortunio fue mi Dios. Me embadurné en el barro. Me sequé al aire del crimen. E incluso le armé alguna que otra a la locura.
La primavera me brindó la horripilante risa del mediocre.
Sin embargo, últimamente, aproximándome al último suspiro, se me ha ocurrido recuperar la llave del antiguo banquete, para así recobrar, quizá, el apetito.
La caridad: he ahí la clave. Esta visión demuestra que he soñado.
«¡Serás siempre hiena…!», bramaba el demonio que me coronó con tan deliciosas adormideras. «Conquista la muerte con tu voracidad y tu egoísmo y todos los pecados capitales».
Ah, ¡ya basta! Querido Satanás, se lo ruego, no me mire con semejante cólera. Mientras aguardamos la llegada de algunas debilidades que se demoran, arranco para usted, que valora en el escritor la ausencia de habilidades descriptivas o moralizantes, estas aborrecibles páginas de mi cuaderno de condenado.

Sangre impura

De mis antepasados galos conservo los ojos azul claro, el cerebro estrecho y la torpeza en la contienda. Mi indumentaria me parece tan bárbara como la suya. No obstante, a diferencia de ellos, yo no me engraso el cabello.
Los galos fueron los desolladores de animales y los incendiarios de pastos más ineptos de su tiempo. De ellos también he heredado la idolatría y la pasión por el sacrilegio. ¡Ah! Y todos los vicios: la cólera, la lujuria (magnífica, la lujuria) y, por encima de todo, la mentira y la pereza.
Me horripilan todos los oficios. Patrones, obreros: todos paletos, indignos. La mano que sostiene la pluma vale tanto como la que ara. ¡Qué siglo de manos! Yo jamás dominaré la mía. Además, la domesticidad solo causa problemas. La honradez de la mendicidad me aflige. Los criminales me repugnan tanto como los castrados. En lo que se refiere a mí, yo permanezco intacto, y la verdad es que poco me importa.
Pero… ¿quién hizo mi lengua tan pérfida como para que guiase y salvaguardase hasta aquí mi pereza? He vivido por todas partes sin tan siquiera servirme de mi cuerpo.
He sido un verdadero holgazán. Conozco a todas las familias de Europa. Quiero decir, a todas las familias como la mía, que se lo deben todo a la Declaración de los Derechos del Hombre. ¡He conocido a cada niño de papá…!

 

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