Empieza a leer «Apariciones» de José Manuel Mateo

20/06/24

Apariciones

filosófica

ella es la que huele, pensé. y enseguida me dio pena escucharme decir aquello, aunque solo fuese para mis adentros. tan seria, tan concentrada en explicarme los detalles de vender la casa familiar. «una monserga», decía, sobre todo porque la estructura había quedado fracturada con el último temblor. pero nada, ninguna conciencia, ni siquiera la sospecha de que un fantasma se le escapaba desde el centro mismo de su estatura: un metro con setenta (un poco más alta con zapatos), medida coronada por esa cabellera negra que solía recoger en una especie de moño capilar. llevaba anteojos debido a un leve defecto en la visión y un reloj de pulsera inservible habitaba su muñeca. lo tenía por el puro gusto de adornarse con un tiempo que se detuvo hace ya varias décadas, en otra vida, que no era la suya sino la de su abuela paterna. en fin, al otro lado de la mesa sonreía, como si apoyara el brazo derecho en la palabra monserga, un gesto similar al de esas fotografías antiguas donde los varones parecen inalterables dueños del mundo y sus especies. de suyo, el ademán resulta gracioso cuando los hombres descansan el codo o el antebrazo en una columna enana o en la figura de un león de piedra. pero en ella el humor involuntario cedía el lugar a la gracia de hallarle un lado feliz a los inconvenientes, a las paradojas y a las evoluciones afortunadas de la conversación. sonreía, mientras el aroma que dejaba escapar materialmente me atravesaba, rodeándome después, como si hubiera en ello un plan o una estrategia, un asedio que terminaría por ocuparme desde cualquier flanco. si alguien pudiera ver esta escena desde una posición exterior (digamos una niña antigua colocada en la situación de abrir una casa de muñecas) tal vez llegaría a pensar en esa sonrisa con anteojos como la celebración de una victoria. y aunque no haga falta puedo asegurar que tal suposición sería del todo errónea, maniobra o parecer de alguien que no ha llegado a conocerle, al menos no así como para distinguirla en una multitud de aromas. yo compartiría semejante posición externa (la de la niña antigua) si no hubiera embebido ya mi reloj de pulsera en esa voluta de sustancias que, una vez libres, llegan a atraparnos en una circulación plena de ayuntamientos aéreos, gráciles tal vez, pero más que nada necesarios para formar el órgano exterior al que terminamos por adherirnos, como si solo por su mediación quedáramos unidos al mundo (es decir, al mundo significado por alguien). yo habría saltado desde el otro lado de la mesa para abrazarle (con pena, con alegría), pero no lo hice ni lo haré porque en realidad aquel sería un acto vacío. se trataba precisamente de mantener la distancia para no interrumpir la emanación ni el estado de embriaguez en el que yo había entrado sin remedio. o, más bien, al contrario: como si la habitación entrara por su propio gusto en el aroma cuya situación ya no podría describirse como exterior o interior porque, si ella es la que huele, con su moño, sus anteojos y su reloj detenido, tal vez el instante presente solo ha sido posible porque fuimos en algún momento este olor mezclado que ocupa el contorno increíble de una mesa dentro de una casa de muñecas.

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