Empieza a leer «El físico prodigioso» de Jorge de Sena
05/06/23
«Para entrar uno en la contemplación adquirida,
le basta lo que basta para el estado de quienes
meditan; esto es, andar en gracia de Dios, al menos
no teniendo consciencia de pecado mortal […]»
De la contemplación adquirida, Padre Manuel Bernardes
«Je pisse vers les cieux bruns, très haut et très
loin, Avec l’assentiment des grands héliotropes»
Oraison du soir, Arthur Rimbaud
I
Balanceando el erecto cuerpo al paso del caballo, venía descendiendo la pendiente. El sol, muy alto todavía, iluminaba de crepitaciones el valle que, selvático, se abría ante su mirada, que lo recorría abstracta, sin distinguir el monte que florecía; las piedras que brillaban, pardas y cenicientas; los pequeños animales que revoloteaban, corrían, rastreaban o se quedaban suspensos, sin temor, contemplando la mole inmensa y caminante de caballo y caballero. En el fondo del valle, por entre las hileras de chopos y sauces, entrecortada, estaba la chapa metálica y estrecha de un río. Fueron hacia él descendiendo; el caballero, en la misma distracción absorta, refrenando el paso, que se apresuraba ahora, del sediento caballo, cuyas fosas nasales se dilataban. El manso ruido de aguas entre guijarros y el suave danzar de las hojas de la arboleda al soplo de una brisa tenue hicieron que el caballero despertase al calor que sentía; el olor acre de sudor y polvo, que de él y del caballo era mezcla, y el cansancio de los miembros y de la boca seca. Él mismo dirigía el descenso, buscando con los ojos una sombra que estuviese a la orilla donde el río corriese más límpido y profundo. Y su mirada ahora ya no divagaba, sino que, fija y centelleante, escudriñaba los rincones marginales del río que, en verdad, parecían desiertos, y los oídos, igualmente atentos, habituados a acompañar a los ojos en tales pesquisas, tampoco distinguían, bajo el arrullar de las aguas y el susurrar liso de la arboleda, ningún ruido que humano fuese. Respiró hondo, con el gusto anticipado del baño prolongado y del reposo a la sombra. Después, cenaría y dormiría hasta la madrugada, cuando las aves y el frío de la alborada lo despertasen para continuar el camino. ¿Hacia dónde? Y una sonrisa de amarga displicencia le quedaba estampada en las comisuras de los labios, cuando ya el caballo se paraba y bajaba la cabeza para beber. Se apeó y, antes de agacharse para también beber él, movió las piernas, todavía con el sesgo de la cabalgada, y se desperezó con movimientos de hombros y de brazos, para distender las espaldas. Después, se arrodilló a la vera del agua y se inclinó con las manos en concha. Y se sujetó, con un gesto repentino, el gorro que iba a caer en la cristalina corriente. Siempre le pasaba esto. Con él había crecido el gorro; el gorro no podía mojarse, y siempre se olvidaba de él. Lo posó cuidadosamente a su lado y, entonces, bebió consoladamente con amplios sorbos. El agua estaba muy fría, bastante más de lo que sería de esperar allí en el valle, en pleno verano, y le dio un escalofrío que lo recorrió completamente. Sin embargo, era tan transparente que se tomaría un baño rápido para refrescarse, lavarse únicamente. Y, sentado ahora en el suelo, comenzó a sacarse las botas. El caballo se había alejado, buscando aquí y allí una hierba más apetitosa. Las botas eran de fino cuero, puntiagudas y rojas. Refregó los pies lentamente, revolviendo los dedos en un gesto infantil, como para contarlos. Después, se levantó, se soltó el ancho cinturón fruncido de oro y lo dejó al lado de las botas y del gorro. La larga túnica se descolgó, suelta, con la albura que recibía en sombra, por la que el sol se filtraba, reflejos anaranjados que se enverdecían fluctuantemente. Agachándose, la sujetó por las fimbrias y se la sacó por la cabeza. Los cabellos, rubios y largos, empastados de sudor, se habían desgreñado en un flojo desorden, que arregló por entre los dedos. De nuevo, antes de desatar los cordones del pequeño calzón que vestía, miró alrededor. No había, ni a lo lejos, rastro de gente. Se quedó entonces completamente desnudo. Pero, cuando iba a entrar en el agua y ya tenía los pies dentro, oyó una leve risa carcajeante que, casi desde la cuna, le era familiar. Y, frunciendo el ceño en una expresión de tedio, retrocedió hacia la fina hierba y se estiró en el suelo lánguidamente. Con paciencia, en un abandono indiferente, con la cabeza posada en los brazos, dejó que el diablo se desesperase invisible sobre su cuerpo: caricias prolongadas que, suaves, le corrían por la piel; besos susurrados que lo mordían por el cuerpo adelante; manos que se obstinaban en su sexo;
durezas que se cernían sobre él tratando de penetrarlo… —era la costumbre desde que se había sentido hombre por primera vez y cuando se desnudaba completamente estando solo—. Sufría aquello como una vejación inapelable que no lo excitaba, y ni siquiera le daba horror o repugnancia.