Empieza a leer «El instante del hipocampo» de Mario Satz

05/06/23

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Para mi querido nieto Leo,
los cuentos de este libro,
con cariño.

 

EL INSTANTE DEL HIPOCAMPO

 

Todos los seres vivos tienen sus momentos favoritos, escenas o situaciones en las que son más que nunca ellos mismos.
El ruiseñor cuando canta; el lobo cuando aúlla; el pavo real cuando despliega su cola; la alondra suspendida en el aire; el caballo al galope; el león cuando está sentado y dormido, dicen que con los ojos abiertos; la abubilla cuando abre su cresta; y el gato cuando se lame a sí mismo. O la mariposa cuando, posada en una flor, enjoya el aire; la abeja cuando danza estirando sus antenas; y el caracol cuando dibuja su camino con baba.
No es que, en otros momentos, igualmente dichosos o frágiles, las criaturas vivas sean menos remarcables, y sus circunstancias menos precisas y preciosas. La cobra a punto de morder, el mosquito al picar, el grillo afinando su canto y la lombriz asomándose cuando la llama la lluvia: todas son ocasiones igualmente fascinantes en nuestra casa común, la tierra, esta florida herencia compartida, esta esférica nave surcando el espacio.
Entre todos esos seres, está el hipocampo: pequeño, junto a los que nadan y retozan, suben y bajan; tan bello que parece un juguete inventado por el oleaje.
Su momento de oro es cuando sube a la superficie, trota unos segundos sobre la espuma y tintinea su reclamo.
Entonces se establece, entre la espuma y su llamado, un cortejo impar, unas bodas de agua, una alianza exquisita. Los burbujeantes ojos se inflaman, hinchan y reclaman unos amores que el hipocampo realizará a oscuras.
Llegado ese instante, manifestado ese hábito, en los brillantes y abiertos espacios del Pacífico, los pescadores suspenden sus tareas y se disponen a contemplar, una vez más, el renovado milagro del cortejo, que anuncia tintineos de hipocampos.
Allí donde, entre arrecifes de coral, la luz del sol enciende la arena de los fondos marinos y el agua tiembla, transparente, ocurre que los hipocampos se persiguen como campanitas vivas en una carrera en zigzag cuyos ganadores no se conocerán nunca.
Algunos dicen que, ante tales prodigios, emocionadas, las olas cesan de moverse, y que la temperatura del agua sube uno o dos grados; otros, que el regular tintineo semeja el de un reloj antiguo sumergido en una alberca cuyos minutos fueran galanteos y sus horas besos.
El caballito de mar se prodiga en tantos encuentros como globos de aire soplan la espuma entre sus cuerpos emergentes.
Tras esos amores, los caballitos de mar anudan sus colas a las algas rojas o a las flexibles posidonias, fijándose a un punto de amarre que transforme su estupefacción en reposo.
Muchos piensan que ese es el instante más transcendente de sus vidas.
Pero, como sabemos poco de él, conjeturamos que, a la deriva de tal cesión amorosa, solo la contrarresta una quietud vegetal, poste de oxigenación, postre de silencios.
Los hipocampos se permiten ser fieles porque, comparados con otras especies marinas, son pocos.
Gran tintineador, criatura sin jinete posible, dicen que, cuando las noches son tan estrelladas que el cielo las vendimia, apresurado, se calla para que otros mundos canten lo que su voz ignora.
Como siguen los cisnes jóvenes la estela que en el lago dejan sus padres, así nadan tras sus mayores los pequeños hipocampos.
Y eso hasta que el tiempo de su lección de tintineo llegue, llegue y comience, otra vez, su lento ascenso hacia el instante de su reclamo; el privilegiado instante que sorprende a las tortugas y a las esponjas, y hace cosquillas al mar en su ondulante y extenso lomo que la noche toca con sus dedos de luna, con sus íntimos dedos de sueño musical.

 

El instante del hipocampo

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