Empieza a leer «Veronica y el diablo» de Fernanda Alfieri
13/02/24
I.
ROMA, EN UNA FECHA CERCANA AL PRESENTE,
AUNQUE NO SEA IMPORTANTE
Mis notas
Tengo un recuerdo bastante vago de cómo sucedió todo, pues han pasado varios años. Me encontraba en Roma con la intención de acabar una investigación sobre un jesuita que, a finales del siglo xvi, había escrito un tratado sobre el matrimonio deteniéndose con gran detalle sobre lo que los esposos pueden y no pueden hacer en la intimidad. Animado por el escrúpulo de la verdad y el celo por cuidar las ánimas, parece que cruzó el límite cuando tomó en cuenta todas las formas en las que los cuerpos pueden amarse, y yo buscaba documentos que confirmaran que habían censurado su obra. Quizá estábamos a principios del invierno; probablemente fuera caía una de aquellas lluvias torrenciales que se abaten sobre Roma a latigazos y que zarandean con violencia los pinos marítimos abiertos como paraguas invertidos. La sala de consulta del archivo de los jesuitas da a una terraza que adquiere una lucidez de espejo cuando se moja.
Así, el gris del cielo se duplica. Por arriba y por abajo, no hay vía de escape. Y, si luego uno se asoma a la ventana para descansar la vista de la lectura y busca el horizonte, como debí de hacerlo yo en algún momento, se topa con otro gris, el del mármol lavado de la cúpula de San Pedro, que se halla muy cerca. Pasa delante de la ventana como una nave que rozase apenas la costa, impasible en su monumentalidad, mientras la tempestad se desboca y la capital se hunde entre las colas de tráfico y el desbordamiento de las alcantarillas. Se la ve desde el interior de la sala, impenetrable a los ruidos externos. Aquí dentro, solo el murmullo del pasar de las hojas y del tamborileo de los dedos sobre los teclados interrumpe el silencio. Es el sonido de los investigadores que han hallado lo que buscan y se aprovisionan del material que rumiarán en largos silencios en los meses y años que están por venir, cada uno en soledad. No siempre se permite sacar fotos; así que los documentos se vierten, palabra por palabra, signo por signo, incluso aquellos indescifrables, en el propio ordenador portátil. Ese trasvase puede requerir días o semanas, y cada minuto es precioso.
Mientras tanto, la memoria me ha jugado ya una mala pasada. No, claro que no, no es la cúpula de San Pedro la que se ve enteramente desde la ventana, sino un pequeño campanario románico. Si el recuerdo de algo que me sucedió a mí es tan engañoso, me digo, cuán falaz será mi capacidad para sacar a la luz aquello que les sucedió a otros. Lo que sí es cierto es que, mientras fuera seguramente llovía y el gris dominaba cielo y tierra, yo buscaba documentos de censura sin encontrarlos. Había examinado ya los lugares en los que podía esperar descubrirlos, siguiendo en vano la ordenación geométrica que organiza el archivo, y estaba lista para saltar al vacío. Cuando no se encuentra nada donde se espera hallarlo, se abandona el horizonte de la certeza y se afronta, con un suspiro de resignación y de coraje, el gran y confuso reino de las misceláneas. Aquí, donde se mezclan los libros de cuentas con las poesías, las estampitas con los apuntes a vuelapluma, los fragmentos de correspondencias privadas con los mensajes dejados en conserjería, el tiempo no se calcula; tampoco aquel que se empleará en la búsqueda ni aquel otro del que proceden los escritos. Los papeles que acaban allí dentro con frecuencia no tienen fecha, lo que, si se añade que, con la misma frecuencia, no suelen estar firmados, los desprovee de los requisitos necesarios para ser acogidos en las ciudades fortificadas de la historia reconstruida con exactitud. Sin nombre, apellido ni fecha de nacimiento, deambulan como hijas de nadie y de ningún tiempo, hasta que alguien reconozca en ellas una grafía conocida que revele la paternidad o la antigüedad y las haga entrar en la historia.